miércoles, 11 de abril de 2012

Tres mil millones de avaricia

Dicen que son tres mil millones los que se van a recortar a la educación de este país. Tres mil millones que llueven sobre el mojado suelo de unos presupuestos que ya habían chispeado sobre las escuelas, las tizas y aquellos que las empuñan. Andaba yo explicando el 98 cuando recordé lo que aquellos antepasados nuestros decían hace casi más de un siglo y sobre todo a Don Miguel de Unamuno que, en una última lucidez, casi gritó el 12 de octubre del 36, en el acto de apertura del año académico, poco antes de ser destituido y arrestado: Es detestable esa avaricia espiritual que tienen los que sabiendo algo, no procuran la transmisión de esos conocimientos. Don Miguel, que gustaba mucho de la paradoja, se hubiera divertido en este tiempo en que vivimos. Un tiempo en el que es más importante servir alimento a la voracidad de los mercados que hacerlo a las mentes de los que nos sucederán. Seguramente si él y don Antonio e incluso el dubitativo Azorín o el individualista Pío, resucitaran en este siglo XXI, creerían que todo había sido un sueño y que la España a la que abrían sus ojos de muertos era la misma que habían dejado al cerrarlos. Para ese viaje no se necesitaban alforjas, pensarían. Y no andarían descaminados. Más de setenta y cinco años después, las paredes han cambiado pero no los cimientos. Somos libres para votar, para expresarnos, para pensar; pero esa especie de poso arcaico y marrullero que nos ha llevado siempre a considerar la educación como un apéndice de todo lo demás, sigue en nuestros dirigentes como en el pasado. Pensar, como lo hacía el 98, que solo a través de la formación sería capaz España de salir de la desventura de ser un país abocado a lo precario y lo mediocre, no está en los planes de un Gobierno al que parece importarle más no ser moroso de esos entes virtuales que nos engordaron (para demandarnos ahora lo suyo y casi todo lo nuestro) que conservar lo que tanto trabajo nos ha costado construir. El problema no son los tres mil millones de avaricia que se encarnarán en el fin de la igualdad de oportunidades y de la atención a aquellos que más carencias tienen; el problema es que, si el pueblo no lo remedia, esto no es más que una astilla en un edificio que, seguro, caerá y nos arrastrará a todos a los tiempos remotos en los que don Miguel y todos sus compañeros de generación solo tenían el sueño de que algo en este país pudiera cambiar por medio de la educación. Esperemos que no vuelva a oírse nunca más el grito de Mueran los intelectuales, ¡Viva la muerte! porque quizás no queden Unamunos que puedan enfrentarse a él.

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