lunes, 28 de diciembre de 2020

 


#unaNavidaddiferente

NOSTALGIA 

Lo que más he echado de menos durante estos meses han sido las pipas de girasol.

El lunes, al hacer la compra para la cena de Navidad, las encontré en el supermercado y me dio un subidón. Mi mujer no lo entendió cuando descubrió los diez paquetes escondidos debajo de los langostinos y la pierna de cordero congelada. Primero se enfadó y luego se puso a sonreír un poquito. Hacía mucho tiempo que no lo hacía. Creo que creyó que lo que nos estaba pasando había hecho que tuviera nostalgia de la infancia y me miró como a un niño. 

Luego, después de esa inspección ocular de los paquetes y el consiguiente rociado de gel hidroalcohólico sobre mis manos,  tuvo un conato de ternura que me dejó descolocado: “Te entiendo, cariño”, susurró para que no la escucharan las vecinas, “Si es que esto es muy fuerte. Seguro que has pensado en la primera vez que fuiste al cine”

 Aquí tengo que detenerme y explicar algunas cosas.

La primera es que me llamo Esteban pero de segundo mis padres me pusieron Hunphrey. Por supuesto la Autoridad no dejó que en mi partida de nacimiento apareciera semejante nombre pagano. Mi madre lo intentó todo, incluso poner ojitos al funcionario calvo que les tocó en suerte pero solo logró que le dijera que él no estaba allí para eso y que dejara correr la cola. Así que en mi carnet de identidad solo puede leerse Esteban, hijo de Roque y de María, nacido al mundo en Calatrava del Monte. Mi madre hubiera querido llamarse Lauren y mi padre Edward. Pero ni ella sabía silbar ni él empuñar una pistola. En realidad María era portera en el bloque de pisos donde vivíamos y mi padre Roque, fontanero. Pero los dos eran amantes del cine negro.

La segunda es que nunca comí pipas de girasol en el cine, ni siquiera con la que hoy es mi esposa. En realidad en mi infancia no me gustaban mucho. Era más de regaliz. Lauren María me llevaba todos los domingos a la sesión vespertina y se detenía en el quiosco de la esquina donde hacía acopio de chicles y paloduz de a palo. Roque Edward casi nunca podía acompañarnos así que los dos, mamá y yo, comprábamos nuestra entrada y nos sentábamos muy juntos a ver “Cayo largo” o “El halcón maltés”. Y  nos comíamos las chucherías. Pero nunca pipas.

La tercera es que la intención de mi familia no era que me convirtiera en detective privado. Mis padres eran cinéfilos pero no tontos. Sabían que esa profesión no me iba a hacer rico. De hecho en ninguna de las películas que fabricaron nuestros apodos se podía ver a ninguno que se hubiera hecho millonario. Y menos a Hunphrey. Sí, se codeaba con alguna rubia pija pero siempre terminaba borracho y sin poder pagar el alquiler de su oscura oficina. No. Mis padres querían que fuera abogado. Sobre todo Roque Edward que estaba un poco harto de desatascar tuberías y no le importaba aliarse con el enemigo natural de sus héroes. 

Pero lo he hecho. Un poco por casualidad y un mucho por una cuestión estética y genética. Y al final me ha gustado aunque no siempre. En realidad solo he tenido en mi carrera profesional un par de casos interesantes y exitosos: la resolución de un secuestro y  la del robo de un cuadro de la Virgen del Rosario con su hijo en brazos que me llevó a tener que vivir en Bogotá durante tres meses. El resto ha sido una rutina a veces desesperante, llena de maridos adúlteros, mujeres engañadas, luchas por herencias poco claras y alguna desaparición de adolescentes que casi siempre enmascaraba una subida hormonal. Pero he sido feliz pasando horas en mi coche comiendo pipas de girasol y tapándome la cara con mi sombrero Panamá.

Ahora no lo soy . Tengo demasiados años para cambiar de costumbres y cumplir con mi trabajo desde casa. De verdad que lo he intentado casi todo durante este 2020 que nos ha tocado vivir: me he apuntado a cuatro cursos por internet sobre nuevos modelos tecnológicos de espionaje, he llevado un diario de las idas y venidas de los vecinos para pillarlos en alguna infracción de las medidas de confinamiento, he pasado horas y horas en el balcón con los prismáticos esperando descubrir alguna cita secreta o algún conato de intento de robo, he escuchado a través de los tabiques con un vaso vuelto del revés y he vuelto loca a mi mujer con mis sospechas sobre el repartidor de Amazón. Nada ha dado resultado. No tengo un maldito caso que llevarme a la boca. Y hoy que es Nochebuena tampoco pipas.

-  Te sientan mal, querido – me ha dicho mi esposa esta mañana cuando las he descubierto en la basura – Pero me tienes a mí. Solo tienes que juntar los labios y silbar.

 La he mirado y he salido corriendo a por mi sombrero Panamá.  


domingo, 26 de julio de 2020

Alas

Ha llegado un nuevo pàjaro a mi jardín.
Su pico es enorme mientras intenta respirar.
Sé que va a morir aunque intenta no hacerlo.
!Es tan bello mientras se rebela que parece un àngel!
Llevo casi 160 días esperando a que se pose.
Mientras lo hacía he perdido el trabajo, un marido y casi a mis hijos.
Y tengo fortuna. En mi espera ha habido una ventana para comprobar que el mundo seguía allí
Daba al norte, algo que se agradece cuando llega un verano de màs de cuarenta grados.
(Al pàjaro que ha llegado lo llamo nuevo pero sé que no lo es)
 Me engaña. Es algo travieso.
Tiene ojos azules y eso es imposible en un pàjaro.
Deberían ser marrones y sin pàrpados.
Como nuestro futuro debería  ser en este julio.



viernes, 10 de abril de 2020

LÍNEA 53

#NuestrosHéroes

Sube lentamente por la puerta de atrás y Pascual la presiente hoy un poco más frágil bajo el abrigo de rayitas turquesa.
 El primer día en que se fijó en ella a través del espejo retrovisor la imaginó más rotunda. Hoy cree recordar que fue un lunes. Quizás aquel lunes en el que todavía se ocupaban la mayoría de los asientos y él no se había llenado de soledad. El mismo en el que aun escuchaba algunas risas rebotando sobre los cristales y conversaciones en voz alta. Aunque eran las menos.  La mayoría de los pasajeros comenzaba a no poder hacer brotar palabras desde su garganta hacia afuera y las iba dejando dentro. Hasta que fueron desapareciendo poco a poco y quedaron ella y él recorriendo una ciudad vacía.
Se saludan levemente, como hacen todas las madrugadas desde entonces.  Ella levanta su mano hoy pintada de azul desde la plataforma y él le devuelve el gesto, dibujando en el aire un círculo con sus dedos alargados, hoy coloreados de blanco. No se sonríen y si lo hicieran, tampoco podrían notarlo con sus labios aprisionados bajo la tela que parte en dos sus rostros.
Pascual la observa acomodarse en la segunda fila tras la marquesina que  lo separa del pasaje. Ahora que la tiene más cerca, parece como si la sintiera respirar. La imagina joven, quizás con ojos azules. O amarronados en tono miel, como la primera novia que tuvo. Aquella con la que comía pipas en el banco de la plaza de su pueblo. La primera que le acarició la cara sin ser su madre. No puede saberlo.  El espejo solo le devuelve el boceto de sus facciones vueltas por un instante hacia la ventana y luego el de su cabeza recostada en el respaldo del sillón.
Mientras pone en funcionamiento la caja de cambios, la nota estremecerse levemente y se vuelve a mirarla: el cabello sobre la cara, las manos aprisionando la mochila sobre las piernas. Y le parece escuchar un suspiro que se confunde con el sonido de las ruedas que se deslizan ya hacia el Hospital.
Pascual conduce con cuidado, acunando el vehículo en cada curva, frenando lentamente en cada semáforo que implora se detenga en el rojo.  Para no despertarla,  para intentar retrasar esos treinta minutos que él desearía hoy que fueran horas.  
Por un momento piensa en pasar de largo y enfilar la avenida que llega al puerto. En aparcar frente al mar. Despertarla entonces y decirle que todo ha pasado, que nadie la espera en los pasillos ni en las habitaciones que ya están vacías. Que ya no es necesario su valor. Y reirían juntos ante el sol que surgiría desde el horizonte despacio, muy despacio. 

Ha amanecido. Pascual frena y ella se yergue y se ajusta la pelliza sobre la cintura mientras recorre el pasillo hacia la puerta de atrás, la espalda erguida y el paso decidido. En la parada esperan dos hombres que se separan en sincronía para dejar que ella descienda.  Luego suben lentamente. Mientras se acomodan en los asientos, Pascual la observa comenzar a pisar la cuesta de Urgencias y volverse un segundo para decirle adiós con sus manos azules. Él le devuelve el gesto con sus blancos dedos dibujando en el aire un círculo.  En la distancia aun parece más frágil con su abrigo de rayitas turquesa.

Ana lo ve alejarse hacia la rotonda. Hoy ha creído notarlo menos corpulento, más liviano bajo su uniforme gris. Presiente que sus ojos son grises, como los de su primer novio, aquel con el que acampó un verano en la montaña. El que le acarició la cara por primera vez sin ser su madre.

Pero la marquesina solo le ha devuelto una espalda reclinada en el sillón mientras ella soñaba con un caballero andante que la conducía a lomos de un dragón alado a ver el mar.




sábado, 4 de enero de 2020

Vencindad




Cuando toqué a la puerta, estaban poniendo la mesa para cenar. Desde el rellano, el olor al pavo con pasas inundaba toda la escalera. Salió a abrirme Lolita, la hija pequeña, aun con el mandil en la mano. Cuando le recordé lo que había crecido desde aquellas tardes de invierno en las que leíamos cuentos acurrucaditas en el brasero,  me dio un beso de circunstancias y se excusó por su madre que andaba liada en la cocina. 
Le desee felices fiestas a la vez que ella cerraba la puerta y dejaban de oírse poco a poco las voces de los niños. 
Me quedé un rato allí, con mi pastel de almendra en las manos, frente a la guirnalda de acebo sobre la mirilla. Luego regresé despacio a casa a volver a encerrarme con mis muertos.