viernes, 10 de abril de 2020

LÍNEA 53

#NuestrosHéroes

Sube lentamente por la puerta de atrás y Pascual la presiente hoy un poco más frágil bajo el abrigo de rayitas turquesa.
 El primer día en que se fijó en ella a través del espejo retrovisor la imaginó más rotunda. Hoy cree recordar que fue un lunes. Quizás aquel lunes en el que todavía se ocupaban la mayoría de los asientos y él no se había llenado de soledad. El mismo en el que aun escuchaba algunas risas rebotando sobre los cristales y conversaciones en voz alta. Aunque eran las menos.  La mayoría de los pasajeros comenzaba a no poder hacer brotar palabras desde su garganta hacia afuera y las iba dejando dentro. Hasta que fueron desapareciendo poco a poco y quedaron ella y él recorriendo una ciudad vacía.
Se saludan levemente, como hacen todas las madrugadas desde entonces.  Ella levanta su mano hoy pintada de azul desde la plataforma y él le devuelve el gesto, dibujando en el aire un círculo con sus dedos alargados, hoy coloreados de blanco. No se sonríen y si lo hicieran, tampoco podrían notarlo con sus labios aprisionados bajo la tela que parte en dos sus rostros.
Pascual la observa acomodarse en la segunda fila tras la marquesina que  lo separa del pasaje. Ahora que la tiene más cerca, parece como si la sintiera respirar. La imagina joven, quizás con ojos azules. O amarronados en tono miel, como la primera novia que tuvo. Aquella con la que comía pipas en el banco de la plaza de su pueblo. La primera que le acarició la cara sin ser su madre. No puede saberlo.  El espejo solo le devuelve el boceto de sus facciones vueltas por un instante hacia la ventana y luego el de su cabeza recostada en el respaldo del sillón.
Mientras pone en funcionamiento la caja de cambios, la nota estremecerse levemente y se vuelve a mirarla: el cabello sobre la cara, las manos aprisionando la mochila sobre las piernas. Y le parece escuchar un suspiro que se confunde con el sonido de las ruedas que se deslizan ya hacia el Hospital.
Pascual conduce con cuidado, acunando el vehículo en cada curva, frenando lentamente en cada semáforo que implora se detenga en el rojo.  Para no despertarla,  para intentar retrasar esos treinta minutos que él desearía hoy que fueran horas.  
Por un momento piensa en pasar de largo y enfilar la avenida que llega al puerto. En aparcar frente al mar. Despertarla entonces y decirle que todo ha pasado, que nadie la espera en los pasillos ni en las habitaciones que ya están vacías. Que ya no es necesario su valor. Y reirían juntos ante el sol que surgiría desde el horizonte despacio, muy despacio. 

Ha amanecido. Pascual frena y ella se yergue y se ajusta la pelliza sobre la cintura mientras recorre el pasillo hacia la puerta de atrás, la espalda erguida y el paso decidido. En la parada esperan dos hombres que se separan en sincronía para dejar que ella descienda.  Luego suben lentamente. Mientras se acomodan en los asientos, Pascual la observa comenzar a pisar la cuesta de Urgencias y volverse un segundo para decirle adiós con sus manos azules. Él le devuelve el gesto con sus blancos dedos dibujando en el aire un círculo.  En la distancia aun parece más frágil con su abrigo de rayitas turquesa.

Ana lo ve alejarse hacia la rotonda. Hoy ha creído notarlo menos corpulento, más liviano bajo su uniforme gris. Presiente que sus ojos son grises, como los de su primer novio, aquel con el que acampó un verano en la montaña. El que le acarició la cara por primera vez sin ser su madre.

Pero la marquesina solo le ha devuelto una espalda reclinada en el sillón mientras ella soñaba con un caballero andante que la conducía a lomos de un dragón alado a ver el mar.