miércoles, 11 de mayo de 2022

 

Fue una decisión que me llegó sobre las cuatro de la mañana del 1 de enero de 2021. 

Creo que fue porque mi mente se había quedado anclada en un sueño en el que mi mamá todavía era ella, mi mamá, y amasaba y amasaba y no hacía otra cosa que amasar. Venga y venga con la masa. Me desperté y no me podía dormir.

A esas horas, si te despiertas,  mejor haces por intentar que tu pensamiento pase de todo y se dedique a hacer lo posible por encontrar algo bonito que la adormezca otra vez hasta que lleguen al menos las siete: una puesta de sol, el mar, un árbol malva, la primera vez que decidiste que amabas a una persona que no era tú misma, el llanto de algo que había salido de ti y acababa de hacerte madre. No sé, también y a veces es lo que funciona, qué vas a poner de cenar en una Nochevieja en la que solo vais a ser dos: tú y el que decidiste un día iba ser el alguien a quien ibas a amar sin  dejar de ser tú misma. 

 Pero en la madrugada del 1 de enero del 21 me quedé anclada en el último sueño de mi mamá sin conseguir sustituirlo por otro. 

Por eso me levanté decidida a cocinar canelones. 

(He de reconocer que soy un poco egoísta en esto. A mi amado no le gustan especialmente los canelones. Sé que hubiera preferido que cenemos para despedir esta porquería de 2020 una pierna de cordero al horno con sus patatitas o quizás la sopa de mariscos de su madre. O mejor, mucho mejor, ese plato que nos cocinó nuestro hijo un día y que le supo a gloria)

Comencé por hacer el relleno. Estaba cociendo los huevos cuando escuché en la radio