Cuando toqué a la puerta, estaban poniendo la
mesa para cenar. Desde el rellano, el olor al pavo con pasas inundaba toda la
escalera. Salió a abrirme Lolita, la hija pequeña, aun con el mandil en la mano. Cuando le recordé lo que había crecido desde aquellas tardes de invierno en las que leíamos cuentos acurrucaditas en el brasero, me
dio un beso de circunstancias y se excusó por su madre que andaba
liada en la cocina.
Le desee felices fiestas a la vez que ella cerraba la
puerta y dejaban de oírse poco a poco las voces de los niños.
Me quedé un rato allí, con mi pastel de almendra en las manos, frente
a la guirnalda de acebo sobre la mirilla. Luego regresé despacio a casa a volver a encerrarme con mis muertos.