La calle estaba algo solitaria. La grúa seguía allí, acaso un poco más
alta. Los sonidos de la hormigonera y los martillos se unían a los tacones de
Malva sobre el asfalto. Vaciló al descubrir parte de unos pantalones en el
portal pero era solo el cartero buscando en los buzones. El de él quedaría
mucho tiempo cerrado, lleno de papeles, cartas y propaganda, como cuando se
sale de viaje. Un viaje un poco raro, sin maletas. Estuvo por hacerlo una vez
así, a México, pero se quedó. Si lo hubiera hecho, ella no estaría allí dudando.
Tanta rabia le daba que las cosas sucedieran que estuvo a punto de irse. Pero
comenzó a subir, más que nada por el pollo ¡Mira
que si se pudriera en la encimera, fuera de la nevera!
Al abrir la puerta, tuvo algo de miedo. Por primera vez se figuró que la
casa no estaba sola, que no era paredes y techo, muebles y objetos. Intentó
olfatear el aire hasta que se dio cuenta de que el aire no le iba a decir nada
salvo que habían estado fumando negro y que las ventanas estaban cerradas. No
estaba el pollo. También entienden de
sanidad y consumo. Ellos. Los armarios de la cocina estaban desordenados y
abiertos; los platos en el fregadero, entre grasa y restos de pan. ¿Qué buscarían? ¿Qué se puede meter en un
escurreplatos o en una campana? Ellos sabrían.
Tomates, pimientos, cebollas. Los
tiró a la basura pensando al hacerlo que ya no los necesitaría y sonrió al
darse cuenta de la falta que le hacía necesitar las cebollas. Algo de sal, pimienta negra y aceite. La
botella estaba húmeda y escurridiza. La limpió con un trapo, sollozando
mientras echaba de menos la mirada que le diría, sin hablar, que lo estaba
haciendo mal. El plástico estaba rojo, de un rojo claro y sedoso. Todavía tardó
un segundo en soltar la arruilla al suelo. Un segundo en el que el envase dejó
de serlo para convertirse en un agujero ante sus ojos. Luego era cierto… Miró hacia abajo y solo pudo ver la superficie
blanca de la tela de felpa, repleta de granitos de café y gotas de leche. ¡Dios! Se puede ser tan tonta pero lo mío…
Media hora después, los trastos fregados, el suelo barrido, Malva se
introdujo en el pasillo, descalza, hacia la puerta.
Estaba cerrada. Los párpados se le acariciaban en su afán por vislumbrar,
entre un mínimo resquicio, algo que la tranquilizara. A su nariz llegaba el
olor de un guiso cociéndose mientras su
mano se acercaba a la manilla una y otra vez.
He de entrar. Cuento cinco y entro. ¿Qué habrá? ¿Un cadáver? No. Ellos lo hubieran visto. Una mancha roja tal vez, una especie de huella en la ventana. Él me dijo una vez que los muebles eran morados. Serían caoba ¡Tan exagerado es! Que la vieja es morada, como tú y me tendió la mano.
Morada. Pero yo no soy morada, no puedo ser un color, ¿o sí?
Se detuvo en el tres. De la habitación de al lado surgían rayos de sol
que llegaban a sus piernas. Podría llegar al cuatro pero… ¿para
qué? He de entrar, ya que he venido.
Podría ser una momia y estar ahí enfundadita.
Abrió la puerta de golpe y la oscuridad le dio en la frente. La luz. ¿Por qué no está abierta la ventana? ¡Qué
manía de cerrar, de bajar las persianas hasta aplastar las estrías redonditas
que quedan entre los listones de plástico! Seguía oliendo a guiso y tenía
hambre. Había tres pasos largos y una pausa desde el quicio a la ventana y los
recorrió enseguida, sin tragar saliva, hasta llegar al elástico y tirar de él
con fuerza. Y entonces, solo entonces, se volvió.
Sí que eran morados: la cama,
el armario que le pillaba de frente, la mesilla de noche… Solo un espejo dorado
y rococó, un poco torcido y con motas de picadura en un cristal partido en dos,
desentonaba. El corazón se le galopó. Todo aquello le parecía como un pedazo de
vida que se le hubiera prohibido. Creyó ver como su polen, el de la vieja,
había dejado un rastro de puntillitas por el suelo para que ella las viera
aquella tarde. Allí estaban sus zapatillas gastadas. Un treinta y siete. La
bata azul de boatiné con los filos pasados y los botones meciéndose y una especie de cepillo de pelo con dos bandas
de púas y el mango astillado sobre la mesilla sin ningún cabello. Quizás era calva o no se peinaba. Estoy loca – le dijo Malva a las paredes yendo hacia
el armario. La luz del sol ya dañaba sus rodillas. Lo abrió de sopetón: dos
camisas, un suéter negro, una triste falda parda, naftalina, bolsos de charol,
el monedero recostado sobre zapatos bajos sin tacón. Abrirlo. Ellos ya lo habrán hecho. Si había algo, alguna cosa cierta,
algún hilo que llevara, ellos lo sabrían
ya. Lo habrían seguido hasta que
aterrizara en un figurín de cera o en un cuerpo tendido en alguna parte. A
pesar de eso, Malva lo abrió y encontró la ausencia de lo recién hecho con un
cierto olor a cuero nuevo. Lo cerró con cuidado para no despertar su alma.
Estoy haciendo el indio aquí. Tengo sed. El agua fresca empapará mi
cuerpo.