miércoles, 7 de noviembre de 2018

LA VIEJA MORADA


La calle estaba algo solitaria. La grúa seguía allí, acaso un poco más alta. Los sonidos de la hormigonera y los martillos se unían a los tacones de Malva sobre el asfalto. Vaciló al descubrir parte de unos pantalones en el portal pero era solo el cartero buscando en los buzones. El de él quedaría mucho tiempo cerrado, lleno de papeles, cartas y propaganda, como cuando se sale de viaje. Un viaje un poco raro, sin maletas. Estuvo por hacerlo una vez así, a México, pero se quedó. Si lo hubiera hecho, ella no estaría allí dudando. Tanta rabia le daba que las cosas sucedieran que estuvo a punto de irse. Pero comenzó a subir, más que nada por el pollo ¡Mira que si se pudriera en la encimera, fuera de la nevera!
Al abrir la puerta, tuvo algo de miedo. Por primera vez se figuró que la casa no estaba sola, que no era paredes y techo, muebles y objetos. Intentó olfatear el aire hasta que se dio cuenta de que el aire no le iba a decir nada salvo que habían estado fumando negro y que las ventanas estaban cerradas. No estaba el pollo. También entienden de sanidad y consumo. Ellos. Los armarios de la cocina estaban desordenados y abiertos; los platos en el fregadero, entre grasa y restos de pan. ¿Qué buscarían? ¿Qué se puede meter en un escurreplatos o en una campana? Ellos sabrían. Tomates, pimientos, cebollas. Los tiró a la basura pensando al hacerlo que ya no los necesitaría y sonrió al darse cuenta de la falta que le hacía necesitar las cebollas. Algo de sal, pimienta negra y aceite. La botella estaba húmeda y escurridiza. La limpió con un trapo, sollozando mientras echaba de menos la mirada que le diría, sin hablar, que lo estaba haciendo mal. El plástico estaba rojo, de un rojo claro y sedoso. Todavía tardó un segundo en soltar la arruilla al suelo. Un segundo en el que el envase dejó de serlo para convertirse en un agujero ante sus ojos. Luego era cierto… Miró hacia abajo y solo pudo ver la superficie blanca de la tela de felpa, repleta de granitos de café y gotas de leche. ¡Dios! Se puede ser tan tonta pero lo mío…
Media hora después, los trastos fregados, el suelo barrido, Malva se introdujo en el pasillo, descalza, hacia la puerta.
Estaba cerrada. Los párpados se le acariciaban en su afán por vislumbrar, entre un mínimo resquicio, algo que la tranquilizara. A su nariz llegaba el olor de un  guiso cociéndose mientras su mano se acercaba a la manilla una y otra vez. He de entrar. Cuento cinco y entro. ¿Qué habrá? ¿Un cadáver? No. Ellos lo hubieran visto. Una mancha roja tal vez, una especie de huella en la ventana. Él me dijo una vez que los muebles eran morados. Serían caoba ¡Tan exagerado es! Que la vieja es morada, como tú y me tendió la mano. Morada. Pero yo no soy morada, no puedo ser un color, ¿o sí?
Se detuvo en el tres. De la habitación de al lado surgían rayos de sol que llegaban a sus piernas. Podría llegar al cuatro pero…  ¿para qué? He de entrar, ya que he venido. Podría ser una momia y estar ahí enfundadita.
Abrió la puerta de golpe y la oscuridad le dio en la frente. La luz. ¿Por qué no está abierta la ventana? ¡Qué manía de cerrar, de bajar las persianas hasta aplastar las estrías redonditas que quedan entre los listones de plástico! Seguía oliendo a guiso y tenía hambre. Había tres pasos largos y una pausa desde el quicio a la ventana y los recorrió enseguida, sin tragar saliva, hasta llegar al elástico y tirar de él con fuerza. Y entonces, solo entonces, se volvió.
Sí que eran morados: la cama, el armario que le pillaba de frente, la mesilla de noche… Solo un espejo dorado y rococó, un poco torcido y con motas de picadura en un cristal partido en dos, desentonaba. El corazón se le galopó. Todo aquello le parecía como un pedazo de vida que se le hubiera prohibido. Creyó ver como su polen, el de la vieja, había dejado un rastro de puntillitas por el suelo para que ella las viera aquella tarde. Allí estaban sus zapatillas gastadas. Un treinta y siete. La bata azul de boatiné con los filos pasados y los botones meciéndose y  una especie de cepillo de pelo con dos bandas de púas y el mango astillado sobre la mesilla sin ningún cabello. Quizás era calva o no se peinaba. Estoy loca – le dijo Malva a las paredes yendo hacia el armario. La luz del sol ya dañaba sus rodillas. Lo abrió de sopetón: dos camisas, un suéter negro, una triste falda parda, naftalina, bolsos de charol, el monedero recostado sobre zapatos bajos sin tacón. Abrirlo. Ellos ya lo habrán hecho. Si había algo, alguna cosa cierta, algún hilo que llevara, ellos lo sabrían ya. Lo habrían seguido hasta que aterrizara en un figurín de cera o en un cuerpo tendido en alguna parte. A pesar de eso, Malva lo abrió y encontró la ausencia de lo recién hecho con un cierto olor a cuero nuevo. Lo cerró con cuidado para no despertar su alma.
Estoy haciendo el indio aquí. Tengo sed. El agua fresca empapará mi cuerpo.



viernes, 19 de octubre de 2018

LA PIEL


Ayer llovió. 

No fue ni el agua que te reconforta ni la que casi te quema,
simplemente llovió, como sin querer, como en otoño.

Los quicios de las puertas se llenaron de gotas que no fueron agua sino rocío,
quizás un poco opacas, como si fueran algo que quiere ser y no es.
Como el vacío.
Y recordé.

Nadie llamó a la puerta,
en realidad, no tuve que dar dos pasos hacia nada:
nadie es nadie y punto.
 Volví a mirarme en el espejo y recordé:
pasos que me buscaban, ojos que no eran pupilas o acaso lo eran pero yo no estaba allí.
No era yo un fondo. Ni una córnea. Ni un iris. Ni un párpado. Nada.
Me di cuenta, mientras cerraba las cortinas,
porque la lluvia caía desesperadamente,
que acaso respiraba pero que mi aliento no llegaba a dejar vaho sobre el cristal.

Y recordé, una vez más,
qué pesadez de vida,
que una vez y otras muchas sentí la piel de los que se fueron sobre la mía,
que respiraron conmigo,
que el latido de sus corazones se acompasó con el mío
sin que yo tuviera que hacer otra cosa que estar viva,
que sentir, que amar su piel.

Luego, pues eso, dejé de recordar.
y salió el sol
y aquellos que me miraban como si fuera única o no tanto,
también debieron verlo.
Entre medias,
alguien quiso venderme no sé qué en un mundo que se me hace ajeno,
dejó de llover, me inventé una vez más un espacio que llenar,
recorrí un pasillo,
busqué entre los recuerdos el más feliz.

Y sentí la piel.
Porque la piel es eso: piel.
Y su textura es imperecedera.


jueves, 18 de octubre de 2018

DESGARRO




A las once en punto de cada noche miro hacia el cielo.

Creo que debe ser el instante en que descalzas tu ser
y acaricias, a través del cristal sobre la plaza, 
los restos de la batalla que han perdido los que dormitan en ella.

Imagino que has recorrido una línea que traspasa instantes
con ese olor dulce de las tardes de otoño,
 y has andado por las esquinas como quien no quiere doblarlas y las dobla.

En ese momento ya no hay música que me haga observar los pájaros del jardín.
Cocino, leo, me confieso ante el espejo, oigo las noticias;
a veces paso un paño incólume sobre las pocas pertenencias que te huelen
y casi olvido.

Porque el olvido es necesario para no morir.

A las once en punto vuelvo a mirar hacia el cielo.
Imagino que la ciudad te ha retenido
y que te arropa y te acuna en su vientre,
que no ha permitido tu ausencia,
que ha anillado tu tobillo izquierdo a su piel.
Entonces sueño que añoras y no quiero que lo hagas.

Prefiero que cocines, leas, te confieses ante otro espejo,
oigas las nuevas, ames,
 pases otro paño invulnerable sobre las pocas pertenencias que me huelen
y casi olvides,

que crezcas sin mí a pesar mía,

que no vuelvan a hacerte daño

que olvides. 

 Porque el olvido es necesario para no morir.





domingo, 20 de mayo de 2018

Línea 53




El 53  paseaba entre dos barrios, bordeando el Paraíso.
Cuando pisábamos el primer peldaño,  el refugio estaba cerca
y suspirábamos.
Luego, al recorrer el pasillo hasta el asiento
 y posar las bolsas en el suelo
ya sabíamos que el Paraíso no existiría nunca más allá del cristal.

Nuestras rodillas estaban sucias
y las coletas de nuestras hijas ya no tenían la lozanía de las siete de la mañana.
Las bolsas, bajos nuestros píes,
mullían el mugriento suelo  y nos descalzábamos.
El conductor alguna vez, si había dormido lo suficiente y era su último viaje,
ponía música.
La música nos ponía tristes y los niños se dormían en nuestro regazo.

El 53 seguía navegando, sin vela;
a veces parecía una canoa, otras un bergantín,
la mayoría, una balsa a la deriva que no volviera nunca.
Su balanceo arropaba nuestras bolsas,
 nuestras niñas dormidas,
las coletas deshilachadas,
el puerto soñado.
y bajábamos. 

El 53 nos giñaba un ojo. El que le quedaba.