Ayer
llovió.
No fue ni el agua que te reconforta ni la que casi te
quema,
simplemente llovió, como sin querer, como en otoño.
Los quicios de las puertas se llenaron de gotas que no
fueron agua sino rocío,
quizás un poco opacas, como si fueran algo que quiere
ser y no es.
Como el vacío.
Y recordé.
Nadie llamó a la puerta,
en
realidad, no tuve que dar dos pasos hacia nada:
nadie es nadie y punto.
Volví a mirarme en el espejo y recordé:
pasos
que me buscaban, ojos que no eran pupilas o acaso lo eran pero yo no estaba
allí.
No era yo un fondo. Ni una córnea. Ni un iris. Ni un
párpado. Nada.
Me di cuenta, mientras cerraba las cortinas,
porque
la lluvia caía desesperadamente,
que acaso respiraba pero que mi aliento no llegaba a
dejar vaho sobre el cristal.
Y recordé, una vez más,
qué
pesadez de vida,
que una vez y otras muchas sentí la piel de los que se
fueron sobre la mía,
que respiraron conmigo,
que el latido de sus corazones se acompasó con el mío
sin que yo tuviera que hacer otra cosa que estar viva,
que
sentir, que amar su piel.
Luego, pues eso, dejé de recordar.
y salió el sol
y aquellos que me miraban como si fuera única o no
tanto,
también debieron verlo.
Entre
medias,
alguien
quiso venderme no sé qué en un mundo que se me hace ajeno,
dejó de llover, me inventé una vez más un espacio que
llenar,
recorrí
un pasillo,
busqué entre los recuerdos el más feliz.
Y sentí la piel.
Porque
la piel es eso: piel.
Y su textura es imperecedera.