El
53 paseaba entre dos barrios, bordeando el
Paraíso.
Cuando
pisábamos el primer peldaño, el refugio
estaba cerca
y
suspirábamos.
Luego,
al recorrer el pasillo hasta el asiento
y posar las bolsas en el suelo
ya
sabíamos que el Paraíso no existiría nunca más allá del cristal.
Nuestras
rodillas estaban sucias
y
las coletas de nuestras hijas ya no tenían la lozanía de las siete de la
mañana.
Las
bolsas, bajos nuestros píes,
mullían
el mugriento suelo y nos descalzábamos.
El
conductor alguna vez, si había dormido lo suficiente y era su último viaje,
ponía
música.
La
música nos ponía tristes y los niños se dormían en nuestro regazo.
El
53 seguía navegando, sin vela;
a
veces parecía una canoa, otras un bergantín,
la
mayoría, una balsa a la deriva que no volviera nunca.
Su
balanceo arropaba nuestras bolsas,
nuestras niñas dormidas,
las
coletas deshilachadas,
el
puerto soñado.
y
bajábamos.
El
53 nos giñaba un ojo. El que le quedaba.