domingo, 20 de mayo de 2018

Línea 53




El 53  paseaba entre dos barrios, bordeando el Paraíso.
Cuando pisábamos el primer peldaño,  el refugio estaba cerca
y suspirábamos.
Luego, al recorrer el pasillo hasta el asiento
 y posar las bolsas en el suelo
ya sabíamos que el Paraíso no existiría nunca más allá del cristal.

Nuestras rodillas estaban sucias
y las coletas de nuestras hijas ya no tenían la lozanía de las siete de la mañana.
Las bolsas, bajos nuestros píes,
mullían el mugriento suelo  y nos descalzábamos.
El conductor alguna vez, si había dormido lo suficiente y era su último viaje,
ponía música.
La música nos ponía tristes y los niños se dormían en nuestro regazo.

El 53 seguía navegando, sin vela;
a veces parecía una canoa, otras un bergantín,
la mayoría, una balsa a la deriva que no volviera nunca.
Su balanceo arropaba nuestras bolsas,
 nuestras niñas dormidas,
las coletas deshilachadas,
el puerto soñado.
y bajábamos. 

El 53 nos giñaba un ojo. El que le quedaba.