domingo, 15 de abril de 2012

Hay espacios que no llenan los vacíos.

Es lo lógico cuando el vacío es un puente

y la infinitud del tiempo, un triste vado en que caer.

Pero en las venas siempre corre el deseo

de cubrirlos, de sellarlos con fe, de atornillarlos.

Como si fueran rotos de un trozo de paño.

Como si ese trozo de paño pudiera ser traje,

o sábana o la última caricia que quedó en tu piel.

También se sueñan los espacios recorridos por los besos,

por las palabras no dichas, por aquellas

que sin dejar de decirse, se quedan dormidas

en el dolor hiriente de un combate verbal.

Una lucha de fonemas que va colmando el techo,

hasta quedarse colgada de un último espacio

que es incapaz de llenar el vacío que lo nutre.

Porque los vacíos, aquellos que nos hicieron nacer,

que nos riegan los ojos en las mañanas de octubre,

que nos harán morir, aunque con la lentitud

de la oquedad que les es suya, nunca, y digo nunca,

podrán ser espacios. Tan sólo están ahí para que el grito

no pueda salir tan fácilmente. Para que, a pesar nuestra,

sigamos creyendo que todo es posible.

Aunque la mentira de ser sea sólo eso.

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