viernes, 19 de octubre de 2018

LA PIEL


Ayer llovió. 

No fue ni el agua que te reconforta ni la que casi te quema,
simplemente llovió, como sin querer, como en otoño.

Los quicios de las puertas se llenaron de gotas que no fueron agua sino rocío,
quizás un poco opacas, como si fueran algo que quiere ser y no es.
Como el vacío.
Y recordé.

Nadie llamó a la puerta,
en realidad, no tuve que dar dos pasos hacia nada:
nadie es nadie y punto.
 Volví a mirarme en el espejo y recordé:
pasos que me buscaban, ojos que no eran pupilas o acaso lo eran pero yo no estaba allí.
No era yo un fondo. Ni una córnea. Ni un iris. Ni un párpado. Nada.
Me di cuenta, mientras cerraba las cortinas,
porque la lluvia caía desesperadamente,
que acaso respiraba pero que mi aliento no llegaba a dejar vaho sobre el cristal.

Y recordé, una vez más,
qué pesadez de vida,
que una vez y otras muchas sentí la piel de los que se fueron sobre la mía,
que respiraron conmigo,
que el latido de sus corazones se acompasó con el mío
sin que yo tuviera que hacer otra cosa que estar viva,
que sentir, que amar su piel.

Luego, pues eso, dejé de recordar.
y salió el sol
y aquellos que me miraban como si fuera única o no tanto,
también debieron verlo.
Entre medias,
alguien quiso venderme no sé qué en un mundo que se me hace ajeno,
dejó de llover, me inventé una vez más un espacio que llenar,
recorrí un pasillo,
busqué entre los recuerdos el más feliz.

Y sentí la piel.
Porque la piel es eso: piel.
Y su textura es imperecedera.


No hay comentarios:

Publicar un comentario