sábado, 24 de marzo de 2012

Rutina y rutina y más rutina

Cuando te das cuenta de que el acto que acabas de hacer (limpiarte los dedos después de haber echado la sal en el arroz, dejando correr el grifo de agua fría para no quemarte) lo has hecho durante todos los días de tu vida en que has cocinado ese plato y quieres echar cuentas de cuantas paellas has preparado con los mismos ritos, el vértigo tiene que surgir. Y es peor cuando te paras a intentar calcular cuántas otras veces te quedan de hacer el mismo gesto. ¿Serán cincuenta o cien? ¿Quizás trescientas? La solución podría pasar por no volver a hacerlo: no volver a guisar arroz o guisarlo de otra forma, sin echar sal o echándola de otra manera, por ejemplo, desde un plato para que los dedos no tengan que mancharse y no haya que lavarlos bajo el grifo. No volver a hervir los macarrones y enfriarlos, no tener que picar la cebolla para el sofrito, no rellenar la cafetera cada noche para que al levantarse todo esté dispuesto para el desayuno. Si con eso, el destino dejara de ser la resta de los actos que te quedan, sería fácil. Pero la vida es muy cuca y sabe que aunque no repitieras esos mismos actos, habría otros y los sustitutos se erigirían en titulares en poco tiempo, con lo que el vértigo volvería a surgir.

Así que lo más prudente es seguir viviendo al filo del abismo aunque eso haga que a veces las piernas te tiemblen o sientas un pequeño mareo del que pronto te recuperas. Es más, la mayoría de la gente no piensa que tras la punta de nuestros zapatos existe un gran precipicio en el que se puede caer. Si alguien se lo comentara y de hecho hay gente que lo hace, amparada en las estrechas relaciones y el contexto, pensaría que esas ideas solo denotan una incipiente visita al psicólogo. Por eso, es mucho mejor no hacer a nadie partícipe de esa verdad universal.

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