Cuando recogí
el primer plástico a la mañana siguiente de mi llegada, me estremecí. Una
especie de nostalgia de tumbonas blancas con sombrillas azules me fue inundando
mientras lo levantaba y posaba sobre la palma de mi mano. Me lo acerqué a los ojos.
Tenía tonos azulados y lo que había sido un código de barras lo traspasaba
simulando un cuadro vintage de esos que se ponen en los apartamentos de playa.
- Pude ser yo la que lo tiré a la basura– me dije
mientras mis rodillas protestaban sobre la arena – en algún día de aquellos en
los que la amanecida fue muy corta y el atardecer demasiado largo.
- O quizás fue la manta que arropó la última
pizza que comimos juntos y que dejamos sobre las baldosas por la premura de la
despedida – volví a susurrarme mientras recordaba nuestros veranos de pulserita
aliñados con el roce de su piel salada.
Me puse las gafas
de sol.
- ¿Te
llamabas María, no? – preguntó la silueta que se contoneaba como una gacela
tras de mí.
- María, sí.
- Ok, María,
debes meterlo en el saco.
No quise
dejarlo caer en la bolsa o no pude con tanto recuerdo atado a mi tobillo
izquierdo.
En el
horizonte de Playa Lambra el sol se iba meciendo sobre la línea azul añil del
mar.
Volví a mirarlo
mientras mis dedos comprendían que era el tributo que debía pagar a los que me
sucedieran.
Lo dejé
resbalar despacito, quedito, como una pluma que fuera capaz de purificar un
mundo.
- Las mejores
vacaciones de mi vida. El mejor atardecer. La mejor terapia. La mejor
compensación.
La silueta
dejó de mirarme, satisfecha, y siguió a lo suyo.
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